
Ya bien entrada la noche, con los niños acostados, subí a la planta de arriba para darme una ducha reparadora del estrés de aquel viernes 14/12/12. Ella se quedo abajo preparando el salón para disfrutar de un rato de merecido relax e intimidad.
Disfrutaba de un potente chorro de agua muy caliente sobre mi nuca, cuando sucedió. Mi cabeza empezó a fallar. Rápidamente reconocí aquella sensación: cientos de puntos brillantes, como minúsculas estrellas que se solapaban sobre mi visión de la pared del baño. Sabía que de continuar de pié, podría desplomarme, así que me agaché, colocándome a cuatro patas sobre la base de la bañera. Entonces comenzó el dolor de cabeza más espantoso que jamas había sufrido y comencé a entender que en aquella ocasión no se trataba de un posible simple desmayo, sino que el problema podría tener una magnitud mucho mayor.
No se el tiempo que pasé en aquella posición, ni si me golpeé con el fondo de la bañera provocándome el hematoma que durante los días posteriores destacaría sobre mi frente. Lo que si recuerdo es que tomé consciencia de que el problema era grave y que dudaba que podría estar a mi alcance controlar la situación sin ayuda. Aún así me resistí a no intentarlo, conseguí cerrar el agua y me deslicé por el borde de la bañera hasta acabar desplomado sobre el suelo del baño con los pies en alto sobre su borde. Pensé que aquella posición, con los pies en alto y con el frío suelo sobre mi cabeza y espalda mojadas, ayudarían a resolver la situación hasta un punto aceptable. Sin embargo no fue así. El dolor en mi frente era espantoso y no cesaba. No podía ni siquiera pedir ayuda. No tenía fuerzas para hacerlo y por otro lado necesitaba cada ápice de energía para intentar revertir aquella situación y poder hacer el suficiente acopio de fuerzas para poder llegar a la cama. El frío, en principio un alivio, se volvía contra mi. Confiaba en que ella no subiera aún. Se llevaría un susto terrible y no tenía fuerzas para dar explicaciones o para restar importancia a algo de lo que ya era consciente de su gravedad. En algún momento las fuerzas flaquearon y la idea de que allí acabaría todo, cobró la suficiente fuerza como para sorprenderme. No me asusté, pero me sorprendí porque jamas había visto el fin tan cerca, tan sólo, tan evidente. Con los ojos cerrados, mi cabeza estaba plagada de imágenes grotescas, oscuras. No, no vi ángeles, ni túneles ascendentes repletos de luz. Tampoco paso toda mi vida ante mi, como muchos de los que están próximos a la muerte cuentan. Lo único que recuerdo con más nitidez es que no quería terminar así, ni en ese momento. Quizás ese pensamiento me dio las fuerzas que no tenía para conseguir arrastrarme fuera del baño, apartar el edredón de la cama y meterme dentro.
Fue entonces cuando deseé que ella apareciera. Cuando fui consciente de que yo sólo no podía controlar la situación. Afortunadamente a los pocos minutos ella subió desde la planta inferior un poco preocupada por el tiempo que me estaba tomando para ducharme. Y allí me encontró, postrado en la cama, arropado hasta el cuello y temblando de frío. No tengo que relatar su miedo al verme así, pero pese a su miedo rápidamente tomó el control de la situación y yo me puse enteramente en sus manos. Yo llegué hasta donde pude. Dicen los médicos que me salvo el que se hubiese taponado rápidamente la ruptura del aneurisma, que luego ellos a través de una intervención de urgencia pudieron sellar definitivamente. El resto lo hizo ella y forma parte más de su memoria que de la mía. De la memoria de mi ángel. De la que me salvó la vida. Fue ella quién me llevó a urgencias la primera vez. La que no se conformó con el simple diagnostico de una cefalea y volvió a llevarme horas después. La que peleó porque me explorasen en profundidad y consiguió que tras un escáner encontrasen el derrame cerebral. La que avisó a toda mi familia y amigos. La que me protegió de visitas colmadas de buena voluntad pero que podrían agotar mis escasas fuerzas.
Mi profundo agradecimiento a todos los que se han preocupado por mi. A mi familia que, como siempre, ha estado ahí, en primera línea atendiendo y soportando a un mal enfermo como yo. A todos mis amigos que me han hecho sentir querido y arropado. Con todos siento una gran deuda que espero tener el tiempo suficiente para ir saldando, algo que para mi será un enorme placer.
Fue entonces cuando deseé que ella apareciera. Cuando fui consciente de que yo sólo no podía controlar la situación. Afortunadamente a los pocos minutos ella subió desde la planta inferior un poco preocupada por el tiempo que me estaba tomando para ducharme. Y allí me encontró, postrado en la cama, arropado hasta el cuello y temblando de frío. No tengo que relatar su miedo al verme así, pero pese a su miedo rápidamente tomó el control de la situación y yo me puse enteramente en sus manos. Yo llegué hasta donde pude. Dicen los médicos que me salvo el que se hubiese taponado rápidamente la ruptura del aneurisma, que luego ellos a través de una intervención de urgencia pudieron sellar definitivamente. El resto lo hizo ella y forma parte más de su memoria que de la mía. De la memoria de mi ángel. De la que me salvó la vida. Fue ella quién me llevó a urgencias la primera vez. La que no se conformó con el simple diagnostico de una cefalea y volvió a llevarme horas después. La que peleó porque me explorasen en profundidad y consiguió que tras un escáner encontrasen el derrame cerebral. La que avisó a toda mi familia y amigos. La que me protegió de visitas colmadas de buena voluntad pero que podrían agotar mis escasas fuerzas.
Mi profundo agradecimiento a todos los que se han preocupado por mi. A mi familia que, como siempre, ha estado ahí, en primera línea atendiendo y soportando a un mal enfermo como yo. A todos mis amigos que me han hecho sentir querido y arropado. Con todos siento una gran deuda que espero tener el tiempo suficiente para ir saldando, algo que para mi será un enorme placer.