
Muchas experiencias me han acompañado durante los últimos 15 días del 2012, días que pasé hospitalizado tras sufrir un derrame cerebral. Las experiencias más relevantes y emotivas están relacionadas con las personas, como quizás, no podía ser de otro modo. En este mi particular cuento de navidad, hablaré de ellas. Pero, con mis disculpas presentadas por adelantado, no voy a hablar ni de familia, ni de amigos, sino de todos esos desconocidos que se han cruzado en mi vida, con mayor o menor intensidad, durante los días posteriores a mi hospitalización.
Lo cierto es que recuerdo muchas caras, muchos afectos, sonrisas y guiños que han quedado grabados en mi memoria, relacionados con enfermeros y auxiliares que se encargaban de mi cuidado tras la operación. De ellos quizás escriba en otra ocasión porque me han hecho admirar, y más en las circunstancias actuales de la sanidad pública, la profesionalidad, vocación y sentido humano de unos profesionales que muchas veces ignoramos o denostamos, pese a hacer un magnífico trabajo. Sin embargo hoy mi pluma se dirige a aquellos breves compañeros de viaje que compartieron mi habitación en la planta quinta de la Fundación Jimenez Díaz. Ellos me han hecho sentir como el protagonista del Cuento de Navidad de Dickens, donde me veía como ese protagonista adicto al trabajo, de corazón huraño, entumecido, congelado por la frialdad de los tiempos que nos ha tocado vivir. Y han de ser estos compañeros de habitación los que me hagan abrir los ojos y cambiar. Lo que resulta indudable es que ellos me han enfrentado a una realidad que todos conocemos pero que muchas veces obviamos. En todo esto existe una lectura evidente que cualquiera podría hacer, pero tengo la sensación de que hay algo más que no alcanzo a comprender. La lectura sencilla es ser consciente de lo afortunado que soy por tener , "techo", familia, amigos... por recordar quién soy y por tener una vida que añadir a esos recuerdos. Pero no puedo evitar tener la sensación de que hay algo más. Algo que quizás escribiendo estas líneas logre que salga a la luz.
En los primeros días de mi recuperación en planta, yo me encontraba muy débil y mi conversación con Julio no se puede decir que fuera muy profusa, aunque si mis fuerzas me hubieran acompañado la situación no podría haber sido muy diferente. Estaba sordo como una tapia. ¡Nunca he visto nada igual! Aún hablándole a gritos le costaba entender lo que se le decía.
Entre sus exiguas pertenencias contaba con una radio que a veces encendía a todo volumen al tiempo que la apretaba contra su oreja. Así, con la radio a todo volumen apretada contra su cabeza, permanecía expectante hasta que las enfermeras, alertadas por el estruendo que se percibía desde el otro extremo del hospital, venían rápidamente y le invitaban amablemente a apagar la radio, algo que mi cabeza agradecía enormemente. Afortunadamente estos episodios no eran ni muy frecuentes ni muy duraderos.
Lo que Julio no solía hacer era enfadarse con aquellos que le traían el alimento diario. Sabía reconocer y apreciar lo maravilloso de gozar de varios platos diarios de comida caliente. Julio era un tipo, como decía, entrañable, pero muy poco educado. Siempre que intuía que podía conseguir algo, lo pedía, pero nunca daba las gracias por nada. Entiendo que esta actitud era propia de su modo de vida, en el que la supervivencia depende de la capacidad de conseguir lo más posible pero sin perder el foco en la propia individualidad, protegiendo todo lo necesario para su supervivencia. Esto también se manifestaba en su afán por proteger cada alimento recibido. Aquello que no podía ingerir en el momento iba a parar al cajón de su mesilla "cuidadosamente" envuelto, o más bien toscamente camuflado. Para ello lo mismo era válida una página cualquiera del periódico del día (que siempre lograba conseguir de algún enfermero) o una simple bolsa de plástico de su particular stock que hábilmente se preocupaba de mantener. Cuando se trataba de fruta, la cosa no pintaba mal y su aprovisionamiento alimentario pasaba desapercibido (al menos unos días), pero con otros alimentos no todo resultaba tan inadvertido como Julio pretendía. El colmo tuvo lugar el día de Nochebuena. Ese día el menú para los pacientes sin dieta blanda (como desafortunadamente no era mi caso), incluía una suculenta pata de cordero acompañada de una cajita de dulces navideños variados. Obviamente, mi entrañable compañero fue incapaz de ingerir el menú completo, pero llevaba varios días a la espera de este manjar navideño y no estaba dispuesto a permitir que la limitada capacidad de su estómago o su hace muchos años olvidado hábito de saciarse, dejaran que se desaprovechase ni un ápice de su, tan esperado, festín navideño; así que, ni corto ni perezoso, envolvió los restos del cordero (hueso incluido) en su habitual hoja de periódico y fue a parar al cajón de su mesilla. Esa noche tuvimos un "agradable" aroma a cordero que se mantuvo gran parte de la noche gracias al secreto bien guardado en el cajón de Julio. A la mañana siguiente, afortunadamente para mi y para desgracia de mi compañero, los enfermeros abrieron su cajón y encontraron los restos, ya casi en proceso de descomposición, y dieron buena cuenta de ellos en la basura. Pero Julio no sólo nos deleitaba con los espectáculos olorosos gastronómicos. Cuando alguien abría por error el armario de su lado de la habitación, esta se colmaba de un penetrante olor añejo, bueno, digamos mejor "rancio". Esto era debido a que en dicho armario se amontonaban varias bolsas de basura que alojaban sus raídas ropas. Debo decir que, pese a que pueda parecer cruel, agradecí cuando se deshicieron de esas bolsas y le procuraron nuevas ropas provistas por los servicios sociales del centro.
Estas batallas constantes entre Julio y sus cuidadores se mantenían a diario. Julio acababa siempre perdiendo, pero se resignaba sin protestar mucho. Refunfuñaba pero se dejaba hacer. Julio no parecía un hombre infeliz. Asumía su situación y agradecía las ventajas de disfrutar de comida y cama calientes. También supongo que debería tener un gran déficit de sueño, porque se pasaba toda la noche y parte del día durmiendo como un niño. Apenas se oía su respiración. Debo reconocer que para mi este compañero fue una bendición en mis primeros días en planta. Llegué de la UCI en un estado muy lamentable, con mucho dolor y mucha ansiedad. El silencio que embargaba habitualmente la habitación unido al hecho de que mi compañero no recibía visitas, me ayudo a recobrar fuerzas con más rapidez.
Tras unos días de convivencia, un día Julio partió para no volver. Se que consiguieron ropa para él y acordaron su ingreso en un albergue de la Comunidad de Madrid que le diese cobijo hasta que fuese de nuevo todo lo autónomo que su edad y naturaleza maltrecha le permitiesen. Y así, de repente, me encontré sólo en la habitación.
Pero mi soledad no duró mucho. Antes de acabar el día ya tenía un nuevo compañero.
Johnny no recordaba quién era, ni siquiera su procedencia ni residencia. No sabía si era de Madrid y ni si tenía mujer e hijos. Esto, como es lógico, le causaba bastante ansiedad. Le embargaba una mezcla de angustia y miedo el no saber si había una familia muy preocupada buscándole por algún lugar. Se pasaba parte del día y la noche dándole vueltas a la cabeza intentando desbloquear aquella mente que, nadie sabe por qué, se había bloqueado completamente.
Nada indicaba que Johnny fuese un sin techo. Su aspecto era limpio y bien parecido. Tenía barba de no más de dos días, lo que indicaba que se afeitaba con regularidad. Sus ropas estaban limpias y su olor no era desagradable. Se despertó en un banco sin documentación ni nada que permitiese identificarle, ni siquiera un anillo, aunque todo indicaba que en este último caso, Johnny si debía tener uno. Guardaba la costumbre de acariciar con su pulgar la base de su dedo anular, por lo que es probable que portase una alianza de la que le desposeyeran antes o durante su estancia en el banco donde despertó. Tras su despertar deambuló por la ciudad desorientado e intentando recordar quién era, o qué le había llevado a aquel lugar, sin ningún éxito. Tras unas horas de paseo errante por la ciudad, se dirigió a las autoridades e intentó explicar su caso. La policía le tomó las huellas dactilares y consultó su base de datos sin ningún éxito, así que pidió ayuda al SAMUR que se encargó de hacer una primera valoración de su caso. Dado que no había evidencia de que hubiese sufrido golpe o agresión alguna, acabaron llevándolo a la Fundación Jimenez Díaz con el propósito de que le hicieran una exploración neurológica más profunda. Y así acabé compartiendo habitación con Johnny.
Durante el tiempo que Johnny estuvo con nosotros un propósito nos dirigía y ocupaba parte de mi tiempo y el de mis acompañantes: despejar la incógnita de la identidad de Johnny. Esta misión nos entretenía y aliviaba la ansiedad de Johnny, que agradecía el gesto, la intención y el tiempo dedicado que le apartaba de sus solitarias angustias. Estas pesquisas, ayudadas por la TV, el acceso a internet a través de mi iPad, que Johnny usaba intentando buscar imágenes que le evocasen algún recuerdo perdido, finalmente dieron su fruto. Logramos saber que Johnny entendía el catalán, pero su acento no era muy cerrado por lo que descartamos que fuese catalán o mallorquín. Debería pertenecer a la comunidad valenciana y así se lo transmitimos a los médicos que lo atendían.
Johnny tenía una amnesia de esas que generalmente sólo conocemos a través de las películas. Era un caso muy poco frecuente, como mi tía (especialista en psiquiatría) nos confirmó. Lo habitual es que este tipo de amnesia tuviera un carácter temporal y viniese derivada de alguna causa física. Pero en el caso de Johnny los neurólogos, después de infinidad de pruebas, no pudieron dar con causa alguna. Al final esto provocó que tras dos días compartiendo habitación le derivaran a la planta de Psiquiatría. Nos apenó su partida y nos consta que a él también. Conmigo y mi familia había establecido una complicidad y se había generado un cierto afecto. Por otro lado, éramos las únicas personas que conocía desde su "despertar".
Sonia fue varias veces a visitar a Johnny tras su partida a la planta de psiquiatría y así supimos que aún no había recuperado la memoria y seguía sin noticias de su posible familia. Lo cierto es que el momento de fiestas navideñas no ayudaba mucho. Lo que si supimos es que Johnny tenía la certeza de que había vivido en Alicante, porque le resultaban familiares sus calles y monumentos y era capaz de recorrer la ciudad mentalmente. La última noticia que tuvimos de Johnny, ocurrió casi dos semanas después de que yo dejase el hospital, y fue una llamada de teléfono. En esta llamada de teléfono, el mismo Johnny (que nos anunciaba que su nombre era Jorge), nos ponía al día de su historia. Acababa de llegar a Alicante y estaba de nuevo con su mujer y su familia. Llevaban buscándole desde finales de Diciembre y su foto aparecía en un periódico local que se distribuía sólo en la región valenciana. Gracias a una doctora que tenía familia en dicha comunidad autónoma, se había hecho con una copia del periódico local y habían dado con el anuncio en la prensa. Supimos de primera mano que su edad era de 33 años y que estaba felizmente casado aunque no tenía hijos. Reconoció a su esposa y resto de familiares cuando los vio, pero aún tenía lagunas en su memoria que le requerían seguir visitando al psiquiatra hasta conseguir determinar el motivo de su bloqueo y conseguir despejar el misterio de su desaparición de Alicante y su aparición en Madrid, pero lo importante es que ya había recuperado su vida.
Esta breve historia de su vida es parte de lo que él me relató en primera persona. No se que parte es objetiva y si fue fiel a la verdad con las fechas. Lo cierto es que según él, sólo tenía unos tíos en Alava a los que hacía tiempo que no veía y una tía en Madrid que dejó de tener relación con ella al morir su madre en el año 84. Independientemente de la fidelidad de su historia, lo cierto que Paco era una persona amable, educada y cortés. Se sentía avergonzado por la vida que le había tocado vivir y, por encima de todo, por haber caído en el alcohol. No se si fue debido a las charlas que mantuvo conmigo, en la que yo le animaba a seguir adelante para lo que necesitaría todas sus fuerzas, lo que, inevitablemente, requería que intentase poner fin a su dependencia del alcohol. Esta era una labor que él sólo no podía abordar. Los primeros días los pasó temblando continuamente debido al síndrome de abstinencia, pero salió para adelante. Un día, mientras yo curioseaba en la red con el ordenador, me rogó que le buscase un centro donde pudieran ayudarle a luchar contra su dependencia del alcohol. Sin embargo, hice algo más práctico: les comenté a médicos y enfermeros la petición de Paco de forma que ellos se pusieran en contacto con un trabajador social del hospital que le pudiese orientar y ayudar. Dadas las fechas el trabajador social no pudo presentarse hasta varios días después y Paco insistía cada día con su deseo de hablar con él para acabar con su dependencia. Finalmente yo recibí el alta hospitalaria y allí se quedó Paco. No se si lo logrará o no, pero me siento satisfecho de haberle inyectado las fuerzas necesarias para dar ese gran paso y con la determinación que parecía haberlo dado.
¿Qué puedo aprender de mi experiencia? Lo obvio: la fortuna de estar vivo y tener familia, amigos, un techo donde refugiarme.... pero, a parte de lo obvio ¿Qué más hay? Como persona educada que soy se que debo un gran agradecimiento a mucha gente y de ello me he preocupado cuando las fuerzas me lo ha ido permitiendo. Pero a parte del agradecimiento siento que hay algo más. Otra obviedad es que el hecho de hacer esta reflexión ya es un signo de aprendizaje a extraer de mi experiencia, pero quiero ir más allá. Quizás esta experiencia ha ayudado a que me conozca mejor. Una buena lección es la humildad, del mismo modo que en el cuento de Dickens. Humildad para saber reconocer que muchas veces dependemos de los demás. Que no podemos siempre ser autosuficientes, independientes. Humildad para reconocer que es necesario dar para alguna vez poder recibir. Humildad para reconocer que hay mucha gente que dedica su vida a cuidar y atender a los demás y eso se merece un gran respeto y reconocimiento. Humildad para saber reconocer nuestros errores y asumir nuestras debilidades, con el firme propósito de pelear duro contra la inercia de mantenerlas en nuestra rutina.
Yo por mi lado, procuraré seguir aprendiendo el tiempo que me quede y espero, como todos los mortales, que este momento que es la vida se dilate todo lo que sea razonablemente posible.