Yacía plácidamente dormido sobre una manta, que era lo único que le separaba de, en este caso, el cálido suelo de una noche de verano en la ciudad. Yacía, por otro lado, ajeno a las miradas de los pocos transeuntes que, a aquellas horas, transitaban el paseo de la Castellana. Yo era uno de ellos. Y yacía ajeno a los pensamientos de quienes le observaban, furtiva o descaradamente, cuando pasaban a su lado. Pensamientos que, probablemente, agradeciesen la suerte propia de no caer en la desgracia ajena. Pero nada, que no fuese lo políticamente inapropiado del lugar de descanso, hacía suponer que la vida de aquel yaciente fuese desgraciada. Bien pudiera ser un afortunado por elegir su modo de vida al margen de lo socialmente establecido. Ninguna carga, ninguna responsabilidad más allá de garantizarse el sustento diario. Posiblemente una vida más libre. Una vida elegida.