Mi Ego Parlante

Las tribulaciones de un turista accidentado.

Ahora en la tranquilidad del hogar, puedo reflexionar sobre un viaje no exento de imprevistos que han puesto a prueba mi templanza... si es que alguna vez la he tenido. Bueno, al fin y al cabo he sobrevivido, que no es poco y los niños han disfrutado, que era el principal objetivo. 

La aventura comienza un lunes a las 8:30h. Yo, como buen previsor había hecho mis deberes. Días antes había arrasado las últimas existencias de H&M y Zara en ropa infantil. Me había aprovisionado de todos los pantalones cortos que les quedaban en stock y había adquirido la nada despreciable cantidad de 26 camisetas. Cantidad suficiente para no tener que visitar la lavandería del hotel en una semana de estancia según mis cálculos y los hábitos de mis peques de derramar parte de sus comidas sobre su ropa, haciendo alarde de una habilidad pasmosa para esquivar cualquier resquicio de entre sus servilletas. Superman, spiderman, hulk.... todos los super-héroes se amontonaban en mis brazos en el mostrador de la tienda, estampados sobre diminutas camisetas que harían las delicias de mis peques. Bueno, también otros motivos más corrientes completaban mi colección, para construirles un fondo de armario algo menos heroico pero más formal.

 
Por otro lado mi coche había visitado el taller para poner a punto todo lo necesario para evitar sorpresas, haciendo hincapié en el estado de los frenos (ya que los neumáticos eran nuevos). Así que con las maletas preparadas y el coche a punto, recibo los niños de manos de su madre y comenzamos nuestra aventura rumbo a Peñíscola. 
 
Sin embargo un ruido extraño en la parte delantera del coche no me dejaba tranquilo, así que en el primer taller que vi abierto entré para hacer una inspección rutinaria, con el convencimiento de que a mi pregunta retórica de ¿Están bien los frenos? Obtendría una rotunda afirmación. ¡Pues no! Para mi sorpresa, el mecánico me explico, mientras yo escuchaba atónito, que no solamente no tenía pastillas de freno sino que los discos parecían un sembrado por los surcos producidos del roce de metal contra metal. En esas condiciones no sólo no era aconsejable viajar, sino que además era peligroso. 
 
Afortunadamente para mi (todo hay que decirlo), no estaba sólo. Me acompañaba una amiga que, por coincidencia de fechas y de trayecto, viajaba con nosotros ya que su destino se encontraba a medio camino del nuestro. Esto hizo algo más llevadera la espera y me permitió organizar toda la estrategia y seguimiento de la reparación mientras mis dos peques entraban en plena actividad motriz. Segundo desayuno, parque, llamada al taller: -- En una hora me traen unas pastillas de freno, eso puede ser una solución... Otro parque, fantas y patatas, otra llamada: -- Me han traído las pastillas equivocadas, pero en media hora me las vuelven a traer bien.... Otro parque, tienda de chinos para comprar un kit de emergencia: arco y flechas y artilugio volador de esos programados para destruirse en media hora... si es que llega. Parece que estos juguetes low-cost están habilidosamente diseñados para romperse según sales por la puerta de la tienda... No puedo reflexionar con tanto estrés. No llegamos al hotel. Me siento culpable por el retraso que estoy provocando a mi amiga en sus vacaciones. No me quedo tranquilo con la solución del cambio de las pastillas de freno... Así que a la desesperada no me queda otra opción que recurrir a mi progenitor, a ver si hay suerte y él, que no usa mucho el coche, puede ayudarnos a salir del atolladero... Afortunadamente, cuando a uno le falta la madre se encuentra con que padre no hay más que uno y este fue nuestra salvación. Así que cargamos las maletas en su coche y lamentando el abuso de mi progenitor, le dejamos con el marrón y emprendimos rumbo a nuestro destino 4 horas más tarde de lo previsto.
 
No voy a relatar los intermedios de este viaje, porque estos ya han sido motivo de otras publicaciones anteriores de este blog, así que concluiré con la vuelta de las vacaciones.
 
De nuevo como buen previsor hago mis deberes. Una vez acostados los niños y tras mi aventura literaria en la bañera (ver publicación anterior "Mis queridos alienígenas."), preparo todas las maletas. Antes de acostarme todo está perfectamente recogido y embalado, y preparada la ropa de los tres del día siguiente. Así que al levantarnos, tras el aseo y el protocolo habitual para conseguir convencer a mis queridos alienígenas de que la ropa elegida por papá es la mejor y la última disponible sin un collage de materiales orgánicos varios en su pecho, me dispongo a cargar el coche. Todo estaba pensado: primero carga del coche, luego desayuno y finalmente el check-out y el viaje de retorno al hogar. Y todo programado con su timing adecuado a las circunstancias. Bajar a la recepción a buscar uno de los carritos habilitados por el hotel para el traslado de equipajes fue tarea fácil. Hacer subir en él a los niños no supuso ningún problema (más problemático sería después hacerles bajar), ahora bien, conseguir, en hora punta de retorno de desayunos y visitas a la piscina y playa, un ascensor en exclusiva para subir a la habitación ya no fue cosa tan fácil. Dado que el tamaño del carro ocupaba toda la capacidad del ascensor, la tarea se complicaba. Por otro lado, si la planta baja del hotel fuese la primera o la última, la tarea sería más sencilla. Pero no era así. De modo que cuando no te encontrabas un ascensor ocupado que subía de la planta inferior a las superiores, lo encontrabas que bajaba de las superiores a la inferior a la recepción (una persona era suficiente para considerarlo ocupado debido a las excesivas dimensiones del carrito o las reducidas de los ascensores). Mientras, el gentío se iba agolpando a la espera de ascensores libres en la planta baja y no es costumbre española respetar filas (salvo que alguna restricción material o humana nos obligue) aún cuando te vean sólo, cargado con un carro monstruoso con dos fieras subidas a él haciendo cabriolas. Así que tras un largo periodo de espera, mi carrito mis niños y yo estratégicamente al acecho en la puerta de un ascensor al azar y tras unos cuantos codazos, conseguimos subir a la habitación. No voy a relatar la bajada al garaje porque ya os podéis imaginar que fue idéntica operación pero en sentido inverso.
 
Pues ya estamos frente al coche con un carrito cargado de bultos físicos y humanos. ¡Tarea conseguida! Eso pensaba yo mientras apretaba el mando a distancia de apertura de las puertas de mi flamante coche prestado. La primera vez que no noté ningún efecto en mi operación lo achaqué a los típicos fallos de la tecnología. Nada anormal. La segunda me dio mala espina. La tercera me empezó a acongojar  pero la cuarta lo terminó de hacer. ¡Me había quedado sin batería! Así que gracias a los avances de la tecnología, que ha conseguido hacer electrónicas todas las cerraduras de puertas y maleteros, me encontraba frente a un coche inmovilizado, sin acceso a su maletero, con un carro lleno de maletas y dos niños que, como es intrínseco a su naturaleza, no entienden de problemas ni de paciencia para darte el mínimo momento para pensar en como resolverlos. Tan rápido como pude hice un análisis de opciones:
 
1.- Dejar el carro frente al coche e ir a pedir ayuda en el hotel.
2.- Volver a la habitación con las maletas mientras resolvemos el tema de la batería (recordemos el episodio del ascensor y el carrito)
3.- Cortarme las venas con la llave de contacto.
4.- Meter las maletas como sea en los asientos del coche y buscar ayuda.
 
Pese a que en un primer momento la opción más válida me pareció la número (3), al final opté por la (4).
Así que nos dirigimos a la recepción del hotel con la esperanza de que un hotel de categoría tendría solución para un problema por otro lado no extremadamente complicado, y creo yo que en cierto modo habitual o previsible. Lamentablemente la crisis se hace notar en la contratación de personal en todos los sectores y en el turístico más, si cabe. Ya no es cuestión de la nacionalidad sino de la capacidad de entender el servicio y la atención al cliente. Tanto las recepcionistas como todo el personal al otro lado del mostrador, o bien parecía que el problema que les planteaba era terrible o no tenían mucho interés en ayudarme.. Así que después de varios intentos, conseguí que en un hotel de 4 estrellas (más bien una estrella de cuatro puntas, diría yo), lo único que me ofreciesen fueran unos cables para arrancar el coche uniendo mi batería con la de otro coche, que por otro lado tendría que buscar yo. Advirtiendome, para mas INRI, que los cables eran algo delgados y podría tener problemas para arrancar el coche con ellos. Y todavía tienen los santos co... de preguntarme con cara extrañada si no tengo un amigo que se pueda acercar con su coche para ayudarme en el arranque con sus chapuceros cables. Y, digo yo, si tuviese un amigo ¿iba a estar yo haciendo el tonto pidiendo ayuda a la recepción del hotel? De modo que una vez superada la decepción de los servicios de un hotel que no estuvo a la altura de su supuesta categoría, tuve que recurrir al seguro de asistencia en viaje. Este si estuvo a la altura del servicio contratado y en poco más de media hora tenía un técnico a mi disposición que resolvió eficientemente mi problema. Eso si, las primeras horas de viaje no se me ocurrió detener el coche bajo ningún concepto, no fuese a ser que no volviese a arrancar. Afortunadamente, salvo ese miedo un poco paranoico, el viaje se desarrolló sin más imprevistos y conseguimos regresar al hogar.

Ya en nuestra casa retomamos la rutina habitual, con un cierto desacople horario natural y finalmente los niños acabaron rendidos en sus camas y su padre, tras esbozar este relato que ha concluido hoy, cayó rendido en un reparador descanso.
 

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Sobre este Blog

Más de 13 años de pensamientos y reflexiones (la mayoría propias y algunas ajenas), expresados desde la más cruda inconsciencia del ego con el que siempre he estado, lamentablemente, muy identificado.