¡La vida! Pasa inexorablemente, segundo a segundo. Sin apenas darte cuenta te han abandonado muchas cosas y te acompañan otras nuevas. Algunas son buenas compañeras, además de deseadas, otras impuestas. Todas ellas forman parte de tu equipaje. Todas te acompañan en tu camino. Camino que ahora recorres sólo. Pero sientes un vacío y ese vacío te arrastra a lugares desconocidos en busca de no sabes muy bien qué. Algo que cubra definitivamente ese hueco.
Y dices. No, no estoy preparado... o no lo están ellas, para mi. Y piensas, que entregarte al completo, desnudar tu alma y tu cuerpo no es buena praxis. Y te convences de que mejor dejarse llevar por los instintos... que seguro que separar cuerpo de alma es posible (aunque tan malos resultados te haya dado) y que alimentando tu ego calmas tu alma.
Y así, sin mucho convencimiento llegas a la jungla. Y te sientes extraño. Y te encuentras solo, expectante, como en medio de una gran estación llena de gente. Y todos pasan a tu lado sin percibirte ocupados en sus planes, sus conversaciones, sus reflexiones... de vez en cuando alguien (mujer u hombre) se gira al pasar a tu lado y te sonríe, te lanza un beso o incluso golpea tus nalgas. Y entonces, sin saber muy bien por qué, o quizás por imitar comportamientos, como aprendiz entre maestros, miras hacia arriba.
Y aparecen ellas. Y no sales de tu asombro. Como diosas en el Olimpo manejan sus hilos mientras todos los mortales las adivinamos entre las nubes y fantaseamos con algún día llegar a ser los elegidos... por que los hay... o dicen que alguien vio un día a un humano ser elevado hacia el cielo suspendido por un hilo de plata. Y como merinos suspiramos pensando que algún día podemos ser nosotros. Y nos engalanamos. Y nos estrujamos el cerebro para dar con aquella palabra mágica que abra las puertas del cielo. Porque la llave está en el verbo según dicen que alguien oyó en el Para...iso. Aquí no sirven otras habilidades, no sirven otros atributos. O pueden llegar a ser necesarios pero nunca suficientes. Y nos amigamos como colegas en el rebaño... pero sin dejar de pensar que los demás son unos ingenuos que jamás serán los elegidos. Y nos lanzamos a disputas dialécticas para llamar su atención. E incluso nos enfadamos... y algunos no soportan la presión y abandonan la arena. Y otros no entienden cual es el juego y se mueven entre sus improvisados compañeros como merinos despistados. Y preguntan a uno y a otro para entender qué está pasando. E incluso alguno se apiada de su merino compañero y le señala al cielo. Y él mira hacia arriba con los ojos entornados, con su mano como visera, intentando adivinar que le indican.
Y no puedes entender cómo puedes encontrar dos diamantes en la montaña de fango en la que te has aventurado. Ni puedes entender como pueden mantenerse límpidos, brillantes, radiantes y no ser contaminados por lo que les rodea. Y percibes su brillo, su tacto sedoso (aunque también frío) e incluso percibes el olor a azahar que las envuelve. Y empiezas a entender.... y sabes que nunca serás tu. Que realmente no quieres ser tu. No puedes ser tu. Que tu lugar no está aquí. Que quizás algún día o posiblemente nunca. Que te has topado con la horma de tu zapato. Descubres que tu vida se llena desde dentro, no desde fuera. Que se trata de que rebose para que impregne a otros, no de llenar tus vacíos.
Y aún en la decepción esbozas una sonrisa. La sonrisa del que ha percibido, adivinado, como un leve soplo de viento que acaricia tu cabello, que suspira en tus oídos, el significado de la vida. Y entonces ves que ellas con un soplido despejan de nubes el cielo. Y te muestran que el paraíso no existe. O nunca ha existido. Que no puedes encontrar fuera si tu vacío está dentro.
Me voy... pero un poco más rico, un poco más lleno. Como decía Oliverio en la producción de Subiela, pero, en este caso, no creo que ellas que se queden pobres.
O quizás si...